LA GUERRA NO ES UN JUEGO Y LOS NIÑOS NO SON MARIONETAS

noviembre 2000



Dr. Isaac Kadman
Director General del Consejo Nacional
de Israel para el Niño.
 
 
 

No hace falta ser palestino hoy en día para sentirse horrorizado y consternado por el gran número de jóvenes y niños que han resultado heridos y muertos en la ola de disturbios en la que se han visto sumidas Cisjordania y Gaza en las últimas semanas.

No hace falta ser israelí hoy en día para sentirse frustrado y enojado por lo que parece ser una toma de posición o al menos un consentimiento cínico de la presencia de niños palestinos en primera línea de lucha, como si fueran guerrilleros.

No tiene importancia alguna cuáles sean nuestras tendencias políticas, ni a favor de quién nos inclinemos en el conflicto árabe-israelí, ni en realidad quién tenga razón o deje de tenerla. Independientemente de todo esto, debemos estar de acuerdo en un punto. Debemos alejar a los niños del campo de batalla. Los niños no deberían ser partícipes de los conflictos ni de las guerras. No deberían ser situados en primera línea. No deberían ser víctimas de los adultos. No deberían morir.

¿Qué importancia tiene para un niño muerto si es un símbolo o un mártir, una víctima o el protagonista de una noticia? ¿De qué sirve un símbolo muerto?

¿De qué forma beneficia a un niño muerto el saber, o el que nosotros sepamos, quién tiene razón y quién deja de tenerla? Nada de esto le importa ya a un niño muerto. Para un niño muerto no hay presente ni futuro. Un niño muerto ya no tiene derechos, y ya no le importa a qué tiene derecho en virtud de tratados y declaraciones que no han sido respetados.

Es tan fácil para los adultos utilizar a los niños por propio interés. Es tan fácil arrastrar a los niños a juegos de guerra y convertirles en símbolos. Es tan fácil y es tan perverso. Tan fácil y tan sumamente peligroso.

Es tan fácil porque los niños, a lo largo de la historia y en todas las sociedades, están bajo tutela de adultos y padres, a quienes se les enseña a respetar y obedecer.

Es tan fácil porque es fácil influir en ellos y es fácil manipularlos. La propaganda, la incitación y, lo que es más importante, las acciones de los adultos son percibidas por los niños tal cual, literalmente, sin particularidades ni perspectivas atenuantes, aunque los adultos no actúen realmente en serio o estén exagerando sencillamente para transmitir un mensaje.

Es tan fácil utilizar a los niños porque desde tiempos inmemoriales los niños han sido considerados propiedad de sus padres y como futuros recursos para la sociedad a la que pertenecen; como los emisarios portadores de los valores y objetivos del mundo actual hacia el futuro. En muchas sociedades del mundo la imagen bíblica del sacrificio de Isaac se considera la prueba definitiva de fe. Qué triste y qué trágico resulta que la historia de un padre que estuvo a punto de sacrificar a su hijo se haya guardado en la memoria colectiva sin la moraleja que conlleva: la prohibición de Dios de sacrificar a un niño bajo ninguna circunstancia.

Es tan fácil caer en la tentación de utilizar a los niños, porque es tan fácil utilizarlos. Los niños confunden fácilmente la imagen con la realidad, la fantasía con la verdad. ¿Y qué niño no ha jugado a la guerra con armas de juguete? ¿Qué niño no ha crecido con historias de héroes y batallas? Todos los niños están expuestos a la violencia y a la guerra en las películas, juegos de vídeo y programas informáticos en los que lo único que tienen que hacer es apretar un botón para apuntar, disparar y destruir, y encima ganar puntos por ello. ¿Qué niño no quiere ser un guerrero, un héroe, un vencedor, un símbolo?

¡Qué fácil es para un niño pensar que sólo es un juego que puede iniciarse y terminarse a voluntad, sencillamente apretando un botón!

Qué fácil resulta para un adulto alistar a un niño en su lucha, por propio interés, porque después de todo el niño está ahí para que el legado del padre pueda seguir viviendo, para que su camino no sea abandonado. Así pues, los niños son educados en los mitos y valores de la sociedad a la que pertenecen para que puedan representar el futuro de su pueblo.

Y los niños son tan fotogénicos. Son protagonistas de noticias a los que ningún periodista puede permitirse el lujo de renunciar. Si el enemigo duda o no acierta, le venceremos. Y si no, una imagen vale más que mil palabras, y la imagen de un niño herido o muerto vale más que un millón.

Es tan fácil y tan perverso. Tan peligroso y tan sumamente terrible.

La guerra no es un juego de niños. En el campo de batalla, los muertos no se levantan tan campantes cuando acaba la película.

La guerra no es un juego. Los niños no son peones sobre un tablero de ajedrez o marionetas de feria.

Los niños, por naturaleza, resultan heridos con facilidad, con facilidad y de gravedad, física y mentalmente. Aunque los soldados apunten únicamente a las piernas, no podemos olvidar que las piernas de los adultos están a menudo a la altura de los ojos de los niños. Los niños son físicamente más débiles y resultan heridos con facilidad. Heridas que no serían mortales para un adulto pueden serlo para un niño.

Los niños tienen tendencia a asumir más riesgos. Tienen tendencia a ser menos prudentes exponiéndose así a peligros mucho mayores. Por consiguiente, tienden a resultar heridos con mucha más frecuencia.

Trágicamente, los hechos demuestran que es así. Cuando hay niños en primera línea, no hay milagros. Los niños resultan muertos, heridos y lesionados física, mental y espiritualmente.

Todo niño que ha sido expuesto a la batalla y al derramamiento de sangre llevará consigo profundas heridas psicológicas, a pesar de que no resulte herido físicamente.

Colocar a los niños en primera línea, como partícipes activos de la violencia, como agresores o como víctimas, conlleva repercusiones personales y sociales a largo plazo.

Quién abre la puerta a la violencia en el alma de un niño, incluso por aquello que considera una causa justa, tendrá enormes dificultades a la hora de cerrar dicha puerta en el futuro.

Un niño que ha probado la sangre, como partícipe activo de la violencia o como víctima, se expone a llevar la violencia marcada con hierro candente en el alma y en sus acciones a largo plazo.

La violencia tiende a corromper el alma de quién la utiliza, a reducir el umbral de la agresión, especialmente cuando se trata de jóvenes. Es como un genio: una vez liberado, es casi imposible obligarle a volver a entrar en la lámpara.

Un niño que es partícipe de la violencia es una amenaza para sí mismo y para los demás, así como para la sociedad en la que vive, ahora y en el futuro. La violencia plantada en su corazón tiene muchas posibilidades de ser dirigida en el futuro no sólo hacia el enemigo sino también hacia su familia, sus hijos, otros adultos y, especialmente, contra aquellos que son más débiles que él. Es imposible controlar la forma en que crecerán las semillas de la violencia, plantadas en el corazón de un niño, incluso con un objetivo aparentemente legítimo.

La utilización de los niños con fines peligrosos también es algo que puede allanar el terreno fácilmente para una manipulación ulterior de los niños por parte de los adultos. Si es legítimo arriesgar la vida de los niños en defensa de la fe o de los ideales, ¿qué evitará que los adultos utilicen a los niños en su lucha por alcanzar otros objetivos, que pueden ser tan válidos como aquellos, aunque sean menos mortíferos?

Es tan fácil utilizar a los niños. Es tan terrible y tan sumamente perverso.

Los niños no deberían ser enviados a primera línea en una lucha o un conflicto. No se les debería incitar a ser partícipes de la violencia ni deberían contar para ello con el permiso tácito de los adultos que no hacen nada para contenerlos.

¡Ojalá fuese posible detener la violencia entre los adultos! Pero mientras persista, los niños no deberían entrar en juego. Los adultos deben estar de acuerdo al menos sobre esto, aunque no se pongan de acuerdo sobre nada más.

Los niños no son el objeto de nadie.

Los niños no deberían estar en el punto de mira de las armas de los nuestros, ni de los suyos, ni de nadie.

Los niños tienen que vivir. Nuestros niños. Sus niños. Estén dónde estén y sean quienes sean.